domingo, 30 de julio de 2017

EL CAMINANTE




EL CAMINANTE


   (Relato de terror)


   Andrés Gómez Jurado era un joven de veintiocho años muy aficionado a hacer senderismo. Un fin de semana se fue a practicar su afición favorita a la provincia gallega de Orense.

   Cercano a la apartada pedanía de una pequeña población se extendía una extensa zona boscosa. Andrés salió a caminar por la mañana pensando en andar durante cuatro o cinco horas, y volver luego al hostal en el que se había hospedado a la hora de comer, sobre las dos o las tres de la tarde.

   Distraído como estaba en la contemplación y exploración del espeso bosque, perdió la noción del tiempo y el sentido de la orientación, y hubo un momento en el que se encontró perdido.

   Había dejado una estrecha senda de tierra para internarse en lo más profundo del bosque. No quiso alarmarse por ello, y como había traído algo de comida en la mochila que llevaba colgada a la espalda, se sentó a los pies de un árbol, se comió un bocadillo y bebió agua de su cantimplora.

   Había estado caminado durante casi cinco horas seguidas, por lo que decidió relajarse un poco y descansar durmiendo una pequeña siesta. Eran casi las cuatro y media de la tarde cuando se despertó. Volvió sobre sus pasos intentando encontrar el pequeño sendero de tierra por el que había penetrado en el bosque; pero fue inútil. No lo encontró.

   Era invierno, y pronto cayó la noche. Apenas eran las seis de la tarde, cuando todo a su alrededor se hizo oscuro. Andrés sacó su linterna y siguió caminando sin descanso, cada vez más asustado y desesperado. No quería pasar la noche en el bosque. Aparte del frío propio del invierno, había escuchado que por aquella zona se habían visto lobos.

   La luna llena se dejaba ver a veces entre las copas de los árboles, y su fantasmagórica luz iluminaba tenuemente los pasos inciertos de Andrés. No tardó mucho tiempo el joven en darse cuenta que estaba cada vez más y más perdido.

   Andrés sacó su teléfono móvil para pedir ayuda al 112; pero para su creciente desesperación, comprobó que en aquella zona no había cobertura. No podía llamar a nadie. Para colmo de sus males, la luz de su linterna empezaba a fallar, y cada vez se hacía más débil.

   Sin saber cómo, llegó hasta un claro del bosque y en medio de él, divisó una pequeña y vieja cabaña. Su alegría no tuvo límites, y pensó que ya estaba salvado. 

   Llegó hasta la cabaña y golpeó dos veces con el puño en la puerta. Nadie contestó. Volvió a golpear la puerta con el mismo resultado. Resultaba evidente que no había nadie.

   Salió al camino y cogió una piedra de mediano tamaño. Seguidamente golpeó con ella el cristal de la única ventana que había, y lo hizo pedazos. Quitó los cristales rotos del marco de la ventana, y se introdujo por ella en la cabaña.

   La cabaña probablemente pertenecía a algún pastor, o tal vez a un cazador. Por todo mobiliario tenía una cama, un armario, una alacena, y una mesa redonda rodeada por cuatro sillas. También había una chimenea bajo la que había algunos troncos y ramas secas.

   Andrés encendió su mechero y le prendió fuego a unas pequeñas ramitas, que ardieron bien. Pronto añadió algunos troncos más gruesos.

   El fuego de la chimenea iluminó el interior de la cabaña, y calentó la estancia. Algo más tranquilo y animado, el joven se acercó a la alacena. Allí encontró algunas latas de conserva de atún, aceitunas, fabada, albóndigas, etc.; aunque no había muchas. Tan sólo siete u ocho. Bueno, era más que suficiente. Abriría dos o tres de ellas, y cenaría. No tenía pan, pero no le importó.

   Después de la sobria cena, decidió acostarse en la cama y dormir hasta que amaneciera para ponerse de nuevo en marcha, e intentar encontrar de nuevo el camino de vuelta al pueblo.

   Estaba muy cansado, las piernas le dolían. Andrés pronto cayó en un sueño inquieto, plagado de terribles pesadillas. Serían las tres o las cuatro de la madrugada cuando algo lo despertó.

   A través de la ventana vio unas antorchas que iluminaban la noche, y unos cánticos que le parecieron religiosos. Entre aterrado y esperanzado se levantó de la cama, y salió de la cabaña. Lo que vio le puso los pelos de punta.

   Se trataba de la Santa Compaña. Una procesión de hombres vestidos con hábitos de monje, que iluminaban la noche portando antorchas y cantabas una triste y lúgubre salmodia.

   En el centro de la terrorífica comitiva había un hombre cuya figura le resultó conocida. No, no podía ser. Aquel hombre era su viva imagen. Era él mismo. No, no podía ser. Se estaba volviendo loco.

   Andrés salió corriendo en dirección contraria a donde iba la fúnebre y funesta Santa Compaña, intentando borrar de su mente lo que acababa de ver; y que de ningún modo podía aceptar.

   Después de correr como un loco durante casi un kilómetro, se halló de nuevo perdido en el bosque.

   Se paró un momento intentado recuperar el aliento. Las lágrimas de miedo y estupor asomaron a sus ojos. Lo que había visto era un aviso. Su muerte estaba próxima. Miró a su alrededor intentando orientarse, y lo que vio lo dejó helado; cuatro pares de ojos brillantes le miraban a cierta distancia, entre la negrura de la noche.

   Lobos. Eran lobos. El miedo atenazó nuevamente el sufrido corazón de Andrés, y volvió a correr como un loco hacia adelante, sin saber hacia donde iba, intentado alejarse lo máximo posible de aquellos terribles ojos brillantes que lo contemplaban en medio del bosque.

   El joven volvió a correr. Corrió, y corrió, casi sin ver por donde iba. Apenas iluminado por la luz espectral de la luna llena.

   Sin saber cómo, cayó por un precipicio, por un profundo barranco, y se destrozó la cabeza al golpearse con una de las rocas del fondo.

   Una semana después, unos cazadores que merodeaban por la zona lo encontraron muerto, y medio devorado por las larvas de las moscas, que se estaban dando un festín con su cuerpo destrozado.

   La aterradora visión premonitoria de la Santa Compaña se había cumplido.


   (Autor: Francisco R. Delgado)

   










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