jueves, 16 de enero de 2020








EMMA WATTLES, LA VAMPIRA






Eran las diez y cuarto de un martes por la noche. La mayoría de las personas se hallaban en su casa descansando tras una ardua jornada laboral.

Emma Wattles, la vampira, caminaba tranquilamente por las calles semidesiertas y silenciosas de Londres. A primeros de febrero hacía bastante frío, además de una considerable humedad. En aquel preciso momento un ligero y gélido viento se había levantado, azotando sin piedad a los escasos viandantes que se dirigían corriendo a sus casas.

Emma iba ajena a todo lo que no fueran sus inquietantes y lúgubres pensamientos. En su incierto y errabundo caminar pasó casualmente por delante de un pequeño establecimiento situado en una planta baja, que extrañamente todavía se hallaba con la luz encendida.

La no-muerta levantó un momento la vista y leyó el discreto cartel publicitario que había sobre la puerta, en el que aparecía rotulado con gruesos trazos negros:


MADAME AURORE DUPONT

Vidente, tarotista, magia blanca


Wattles, dudó unos instantes; pero luego, curiosa como siempre había sido, paró en seco su lento y cansino avance y tocó el timbre que se hallaba a la derecha y a media altura, de la puerta de entrada del extraño local.

Apenas un minuto más tarde, abrió la puerta una mujer menuda y de mediana edad. Mediría poco más de un metro y medio, y su figura era más bien obesa. Lucía su cabello muy negro y ligeramente rizado, cortado en una media melena. Su edad rondaría los cincuenta años.

La dueña del exótico negocio miró fijamente a Emma con sus grandes ojos verdes y le preguntó:

-¿Tiene usted cita?

-No señora, yo pasaba casualmente por aquí y...

-Bien, no pasa nada. Acaba de marcharse la última visita que esperaba para hoy. Si desea hacerme una consulta, puede pasar.

-Gracias, es usted muy amable.

-No hay de qué. Es mi vocación y mi trabajo. Espero poder serle de utilidad.

-Seguro que sí -le respondió la vampira con una leve sonrisa.

A continuación, la vidente le franqueó el paso y Emma pasó al interior del establecimiento.

Al fondo de la sala, que era de mediana dimensiones, había una especie de despacho con una amplia mesa sobre la que se encontraba una pequeña lámpara encendida, una transparente y brillante bola de cristal, y varios mazos de cartas de tarot de distinto tipo sobre un tapete rojo.

-Prefiere que le eche las cartas, que le lea las líneas de la mano, o que mire su futuro en la bola de cristal.

-No sé..., bueno, écheme las cartas.

-De acuerdo. Por favor, siéntese.

La menuda mujer barajó con rapidez los naipes de un tarot de Marsella y luego colocó sobre el tapete el grueso mazo de setenta y ocho cartas boca abajo.

-Por favor, señorita, sepárelo en dos montones y elija uno de ellos.

Emma hizo lo que la veterana tarotista le decía y luego la mujer fue colocando once cartas de forma horizontal sobre la mesa. Poco después les dio la vuelta despacio. Se asombró mucho de lo que vio.

La primera carta, que representaba a la consultante, era la carta del diablo. Por lo tanto indicaba que la consultante era la portadora de la muerte, la enfermedad y la miseria. El diablo era con el que se pactaba el éxito material. El que llenaba de egoísmo el corazón humano. El que nos hace esclavo de los instintos.

Posteriormente, en la carta que estaba situada justo en el centro, aparecía la muerte, luego la del loco, y las cartas que quedaban eran las peores entre las de espadas y bastos. Era una tirada nefasta.

La vidente dudó unos instantes. Luego se negó en su interior a interpretarlas ante la joven y bella mujer que la contemplaba con suma atención.

-He barajado mal. Esta tirada no sirve.

La vidente volvió a barajar las cartas una y otra vez hasta que estuvo segura de que ya estaban bien mezcladas. A continuación volvieron a repetir la operación, y la no-muerta dividió el grueso mazo en dos mitades casi idénticas.

Aurore Dupont volvió a colocar once cartas horizontalmente sobre el tapete rojo, y después, lentamente, les fue dando la vuelta. El resultado fue casi el mismo que el anterior. Tan sólo había un par de cartas al final que variaban. Lo demás era todo igual y estaba situado en el mismo orden.

Madame Dupont no sabía cómo interpretar aquel suceso. Nunca, en los más de veinte años que llevaba ejerciendo aquel extraño oficio le había ocurrido algo así. Ni tan siquiera parecido.

Pero las cartas eran testarudas y no podían mentir. Le aseguraban que estaba ante el diablo o un engendro del diablo. Ante una especie de diablesa. Aquella esbelta joven traía consigo, daba igual al lugar que fuera, la muerte. Un escalofrío le recorrió de improviso por todo el cuerpo, haciéndola temblar ligeramente.

-¿Y bien? -le preguntó Emma comenzando a impacientarse.

La asustada tarotista no sabía qué contestarle.

-Humm... no sé. Debo estar perdiendo facultades.

-¿Y eso por qué? -le preguntó intrigada.

-Bueno, no sé cómo explicarlo. En primer lugar aparece el arcano del diablo, y... -Aurore se interrumpió y miró fijamente a la bella joven que estaba frente a ella.

La vampira esbozó entonces una burlona y maligna sonrisa, y después se alzó lentamente de su silla. A continuación, y sin dejar de mirar fijamente a los asustados ojos de la vidente le dijo simplemente.

-Ven.

-La mujer de mediana edad, que se había quedado totalmente atrapada en la hipnótica mirada de su lúgubre visitante, se levantó despacio de su butaca, rodeó la pequeña mesa y se colocó frente a ella, como si fuera un ratón fatalmente fascinado por los ojos de una peligrosa serpiente.

Emma Wattles, sin dejar de mirarla fijamente a los ojos, amplió su siniestra y maléfica sonrisa y se inclinó un poco hacia ella.

Un segundo después, sus largos y afilados colmillos se clavaron en el blanco cuello de su infortunada víctima. La vampira succionó con creciente deleite la sangre caliente que manaba de la profunda herida que le había hecho en la yugular.


(Autor: Francisco R. Delgado. Este texto es un fragmento perteneciente a mi cuarta novela titulada "LA MUERTE ACECHA ENTRE LAS SOMBRAS").